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Busca al Senor: Arzobispo Dennis M. Schnurr Mayo 2022

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La devoción a los santos, esos hombres y mujeres santos que nos han precedido en la tierra y ahora están con Dios en el cielo, ha sido una parte vital de la cultura y las prácticas católicas desde los primeros siglos de la Iglesia. En particular, veneramos a la Santísima Virgen María. La honramos como madre de Dios, madre de la Iglesia y madre nuestra también.

Las representaciones de la Santísima Virgen como ayuda para la oración han aparecido en los frescos de las catacumbas de Roma, en iconos, estatuas y pinturas en iglesias de todo el mundo a lo largo de los siglos. Muchos de nuestros himnos católicos más hermosos son sobre María, lo que refleja el cariño que el pueblo cristiano siempre ha tenido por ella. Ella no es una figura lejana, sino cercana a nosotros como modelo de fe, intercesora y Madre Santísima. En todas estas capacidades, ella nos lleva a Cristo.

María es a menudo llamada la primera y más perfecta discípula de Jesús. Ella creyó en el mensaje de un ángel, aunque no sabía cómo podía ser. En respuesta al grito de su pariente Isabel de “¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!’” en la Visitación, ella responde con la hermosa oración, el Magníficat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, mi espíritu se regocija en Dios mi salvador” (Lc 1:46- 47). María es un modelo de fe y nos inspiramos en su ejemplo de coraje y fortaleza mientras nos acompaña durante los momentos difíciles y las grandes transiciones de la vida.

En el Evangelio según san Juan, vemos a María como intercesora cuando aboga sutilmente por la pareja en las bodas de Caná. Ella dice solo dos cosas: “No tienen vino” (Jn 2:3) y “Hagan lo que él les diga” (Jn 2:5). A pesar de protestar que aún no ha llegado su hora, Jesús convierte el agua en vino a instancias de su madre. Siguiendo las antiguas prácticas de la Iglesia, los católicos a menudo le pedimos a María que vaya a Dios en nuestro nombre. Eso es lo que hacemos cuando decimos oraciones marianas tan preciadas como el “Ave María”, el “¡Dios te Salve!” y el “Memorare”.

María es la intermediaria ideal porque está cerca del Señor y cerca de nosotros, madre de ambos. Ella se convirtió en la madre de Dios Encarnado cuando le dijo al ángel Gabriel en la Anunciación: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1:38). Se convirtió en madre de la Iglesia y de sus miembros cuando Jesús le dijo al pie de la cruz: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” y al discípulo el amaba: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19:26-27). Más tarde, ella estuvo con los otros discípulos en el Aposento Alto (Hch 1:13) como parte de la comunidad de la Iglesia primitiva en Jerusalén.

Hay muchas formas en que los fieles pueden dedicarse a María, incluyendo el rosario, el Ángelus, los jardines de María, las peregrinaciones marianas y las coronaciones de mayo. Y desde su asunción al cielo en cuerpo y alma, la Iglesia ha encontrado muchas apariciones de María dignas de creer, generando devociones especiales y días festivos a Nuestra Señora de Fátima, Nuestra Señora de Lourdes, y Nuestra Señora de Guadalupe entre otras.

En mi propia vida y en mi ministerio como sacerdote y obispo, siempre me he sentido cercano a la Santísima Virgen y he valorado las devociones marianas como una manera para seguirla a ella hacia Cristo. El pasado 19 de junio, en el bicentenario de la fundación de la Arquidiócesis de Cincinnati, tuve el placer de volver a consagrar nuestra Iglesia local a Jesús por María, culminando una peregrinación de 33 días durante la cual se llevó una estatua bendecida de Nuestra Señora de Fátima a 36 parroquias de la arquidiócesis. Este 25 de marzo volví a llamar a María, pidiéndole que velara por nuestra arquidiócesis. Podemos estar seguros del cuidado maternal de María mientras nos esforzamos por ser discípulos fieles y testigos gozosos.

¡Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, ruega por nosotros!

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