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En Tus Manos

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Un amigo mío comenzó a discernir el sacerdocio poco después de su Primera Comunión. Desde los ocho años soñaba con el día en que pudiera ser sacerdote y celebrar la Misa. Ese no era yo. No consideré la vocación al sacerdocio hasta el final de mi tercer año en la preparatoria. El párroco de mi parroquia me preguntó si alguna vez había pensado en ser sacerdote. ¿Mi respuesta? Un rotundo “no”.

Sin embargo, después de ese momento, una chispa se encendió en mi mente y en mi corazón. Y a medida que esa chispa comenzó a brillar más, dando luz al camino a seguir, vi que tal vez el sacerdocio era el camino a seguir para mí. En el otoño de mi último año de la preparatoria, escribí una carta a mis padres revelándoles mi curiosidad sobre el sacerdocio. Con la reciente muerte de mi padre en diciembre pasado, encontré esa misma carta mientras mi familia revisaba los recuerdos de mis difuntos padres.

Al leer esa carta después de tantos años, recordé cómo había asistido a un retiro de fin de semana patrocinado por mi escuela preparatoria católica. Como parte del retiro, se pidió a todos los estudiantes que escribieran una carta a sus padres. El sacerdote que dirigía el retiro nos dijo que enviaría las cartas por correo a nuestro regreso a casa. Esto me hizo feliz, sabiendo que tendría algunos días para darles algunas pistas a mis padres antes de que la carta llegara por correo, revelándoles mis esperanzas sobre el sacerdocio.

Cuando el autobús llegó a la escuela preparatoria desde el centro de retiro, nos informaron que nuestros padres se habían reunido en la capilla para recibirnos. Después de que los padres e hijos se sentaron juntos, el sacerdote sacó la pila de cartas y declaró que no las enviaría por correo, sino que las distribuiría esa noche. Me quedé en shock. Mis planes de tener unos días para preparar a mis padres se fueron por la ventana. De repente, mi padre estaba sentado a mi lado sosteniendo aquella carta ominosa en sus manos.

Mi madre estaba trabajando esa tarde, así que le dije a papá que no abriera la carta hasta que estuviéramos en casa para que mamá también pudiera estar allí. Mientras los padres en toda la capilla lloraban y abrazaban a sus hijos, yo estaba en estado de pánico.
¿Cómo reaccionarían mis padres cuando supieran que su hijo está considerando ser un sacerdote? Sabía que mis padres me amaban y amaban a la Iglesia, pero me preguntaba qué podrían pensar. ¿Me apoyarían?

Mi madre llegó a casa después de su turno de trabajo, le entregué a ella y a papá la carta y fui a mi habitación a esperar el veredicto. Al poco rato alguien tocó mi puerta y mis padres me ofrecieron abrazos y palabras de aliento. Dijeron que me apoyarían. Me animaron a escuchar lo que Dios me estaba llamando a hacer y a buscar un camino que me hiciera feliz en la vida. No me empujarían hacia el sacerdocio ni me alejarían del sacerdocio, sino que caminarían a mi lado mientras discerníamos la voluntad de Dios para mí. Su amor incondicional fue el mejor regalo que mis padres pudieron haberme dado.

Ese camino, desde octubre de 1984 hasta mayo de 1994, cuando fui ordenado sacerdote, me enseñó algunas grandes lecciones de vida. Al discernir el llamado al sacerdocio, aprendí que la vocación no es

simplemente Dios llamando a alguien, sino la respuesta de aquel llamado a servir y el respaldo de aquellos a quienes se sirve. Si Dios, el individuo y la comunidad inmediata no están todos de acuerdo, una vocación tiene pocas posibilidades de sobrevivir.

Desde mis días como seminarista, he aprendido la importancia de rendirnos a la voluntad de Dios. Mi lema como obispo es “En tus manos”. Debemos poner nuestro discipulado en las manos de Dios por el bien del pueblo que hemos sido llamados a servir. Especialmente cuando el camino por delante parece incierto y las dudas e incertidumbres se interponen en el camino, debemos confiar en que Dios sabe lo que será mejor. Desarrollar una vida de oración y aprender a reconocer los signos que Dios nos ofrece se vuelven muy importantes para nuestra vocación, ayudándonos cada día a abandonarnos más voluntariamente en las manos de Dios.

Pedro Arrupe, S.J., sacerdote jesuita español y hombre de más que nunca, en las manos de Dios. Eso es lo que he deseado toda mi vida, desde joven. Y eso es también lo único que sigo queriendo ahora. Pero con una diferencia: hoy toda la iniciativa la tiene el Señor. Les aseguro que saberme y sentirme totalmente en sus manos es una profunda experiencia”.

En nuestra entrega a Dios, llegamos a descubrir que Dios ya nos sostiene. El profeta Isaías nos asegura el compromiso de Dios con nosotros: “Yo te llevo grabada en las palmas de mis manos” (Isaías 49:16). En las manos de Dios encontramos nuestra seguridad y consuelo; somos sostenidos con ternura, seguros y protegidos. En las manos de Dios podemos decir con confianza “sí” a su llamado.

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