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Busca al Senor Arzobispo Dennis M. Schnurr

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Más que una sencilla emoción que experimentamos de vez en cuando, la alegría es una virtud que cada uno de nosotros está llamado a recibir de Dios y a cultivar en nuestra vida para el bien de los demás. La alegría cristiana se basa en la conciencia del amor incondicional de Dios. Cuando experimentamos el amor de Dios y vivimos nuestras vidas como respuesta a ese amor, entonces somos personas verdaderamente alegres.

La noche antes a su Pasión, el Señor les recordó a sus discípulos más cercanos: “Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto” (Jn. 15:11). Jesús habló a sus discípulos del sufrimiento que iba a padecer y de su misión de continuar la obra que Él había comenzado. Después de lavarles los pies, Jesús les dio el nuevo mandamiento de amarse los unos a los otros como Él los amaba. Los animó al prometerles que enviaría al Espíritu Santo para apoyarlos, enseñarlos y guiarlos. Les advirtió que enfrentarían dificultades, retos y el rechazo del mundo. Pero Jesús les dijo a sus discípulos estas cosas para que pudieran compartir su alegría, una alegría no parecida a nada de lo que el mundo pudiese ofrecer.

Incluso en la víspera de su sufrimiento y muerte, Jesús poseía una profunda alegría porque seguía empeñado en cumplir libremente la voluntad de su Padre celestial. Jesús confiaba en el plan del Padre para su vida, y sabía que cumplirlo le daría la mayor satisfacción.

Todo lo que Jesús nos enseña está dirigido a que nos acerquemos a Dios y a ayudarnos a conocer el plan de Dios para nuestras vidas. Las enseñanzas de Jesús nos muestran quiénes somos y lo que Dios nos llama a ser. Marcan el camino que debemos seguir para alcanzar nuestra plenitud como seres humanos creados a imagen de Dios. Incluso cuando tenemos dificultades en el camino, Dios no se cansa de levantarnos y ponernos de nuevo en el camino del discipulado.

Nuestra alegría se basa en la esperanza del amor de Dios por nosotros que nunca falla. La alegría es una virtud que se radica en lo más profundo de nuestras almas, pero que estamos destinados a compartir con los demás. Desgraciadamente, vivimos en un mundo que, a pesar de todos los medios de comunicación de que disponemos, es cada vez más hostil al encuentro humano genuino y al apoyo mutuo.

El Papa Francisco comenzó su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, diciendo: “Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado” (EG 2).

La alegría que llena nuestro corazón cuando recibimos el amor de Dios por nosotros se nos da precisamente para ser entregada. Los cristianos que comparten su alegría hacen una gran contribución al mundo dando un testimonio firme del amor de Dios por todos los hombres.

Las liturgias católicas de noviembre fomentan nuestra contemplación de la eternidad. Celebramos el Día de Todos los Santos y conmemoramos a todos los fieles difuntos en el Día de los Muertos. Las lecturas de las misas dominicales ofrecen reflexiones sobre el final de los tiempos y la promesa de salvación de Dios para los que confían en Él. El mirar hacia la eternidad nos llena de alegría ante la perspectiva de todo lo que Dios nos tiene reservado. Este es un mes apropiado, pues, para renovar nuestra conciencia del gran amor de Dios. El Señor nos envía a ser sus alegres testigos, confiados en su gracia y misericordia, dando a un mundo que sufre la esperanza del amor divino.

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