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Busca al Senor Arzobispo Dennis M. Schnurr

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Todos hemos escuchado la frase: “Hace falta una aldea para criar a un niño”, y con razón. A lo largo de los milenios, los miembros de una determinada comunidad se han ayudado mutuamente en la formación y el desarrollo de sus jóvenes para asegurarse de que cada uno aprenda las habilidades necesarias para contribuir al bien común. Ahora que nos preparamos para iniciar otro año académico, es oportuno que reflexionemos sobre la educación tal como la entiende la Iglesia.

Una buena fuente para tales reflexiones es el conjunto de principios establecidos en el Código de Derecho Canónico. Algunos podrían pensar que el Derecho de la Iglesia es puro legalismo; en verdad, es “teología jurídica”: la aplicación de las realidades fundamentales de nuestra fe a todos los aspectos de la vida de la Iglesia y, en el proceso, la delineación de los derechos y obligaciones de los miembros de la Iglesia con respecto a nuestros diversos papeles y estados de vida. La tercera sección principal del Código está dedicada a la función docente de la Iglesia, y en ella encontramos, entre otras cosas, la básica premisa de que la educación, aunque sea la responsabilidad primordial de los padres, es también una labor de colaboración.

Las palabras iniciales de esta sección afirman: “Los padres y quienes hacen sus veces tienen la obligación y el derecho de educar a la prole” (canon 793). Con estas palabras, la Iglesia reconoce bellamente el papel que se confía a los padres en la educación de sus hijos. Esto se deriva directamente de uno de los fines del matrimonio: la procreación y la educación de los hijos. Los padres participan en la obra del Creador de traer la vida a este mundo, y también comparten su obra de llevar esa vida a su perfección en la eternidad. Los padres son libres de elegir los medios para educar a sus hijos y son igualmente libres de seleccionar las instituciones que pueden ayudarles a cumplir con esta responsabilidad.

La educación es una obra de colaboración porque tiene como objetivo “la formación integral de la persona humana, en orden a su fin último y, simultáneamente, al bien común de la sociedad” (canon 795). Tanto si los padres eligen enviar a sus hijos a una escuela—católica, pública o privada—como si los educan en casa, cuentan con la ayuda de otros para ayudar a moldear a sus hijos e hijas y convertirlos en discípulos de Jesucristo, habilitados para vivir el Evangelio en cualquier ámbito de trabajo al que se dediquen.

Los pastores de la Iglesia son los primeros que ayudan a los padres en esta responsabilidad. En sus parroquias, los párrocos deben organizar todo lo necesario para la educación y la formación de los jóvenes (cf. canon 794). En muchos casos, con la ayuda de un director, supervisan el funcionamiento de una escuela. Los párrocos suelen ofrecer también otras oportunidades de instrucción en la fe en la parroquia.

Los maestros y los catequistas ejercen un ministerio increíble a beneficio de los jóvenes. Estas personas, conscientes del encargo que aceptan para formar a sus alumnos como fieles discípulos cristianos, están llamadas a que se “destaquen por su recta doctrina, por el testimonio de su vida cristiana y por su aptitud pedagógica” (canon 804).

Así pues, los padres no están solos en la crianza y educación de sus hijos; toda la comunidad cristiana tiene un papel que desempeñar en este proceso. Los párrocos, los directores y los maestros ayudan directamente a los padres a cumplir con su responsabilidad de educar a sus hijos. El resto de los fieles cristianos están llamados a fortalecer el trabajo de las escuelas, de los profesores y de los padres mediante la oración y el apoyo económico a las instituciones que la Iglesia ha establecido para llevar a cabo esta tarea (cf. canon 800). Por tanto, comencemos este año académico más profundamente conscientes de la llamada que tenemos cada uno de nosotros a capacitar la función docente de la Iglesia y a difundir así el Evangelio de generación en generación.

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