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Busca Al Senor

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“Corre para ganar”. San Pablo escribió estas palabras a los cristianos en Corinto, una ciudad con un gran estadio y anclada en la tradición atlética griega de siglos de antigüedad. “En cualquier competición los atletas se someten a una preparación muy rigurosa y todo para lograr una corona que se marchita, mientras que la nuestra no se marchita” (1 Cor. 9:24-25).

El deporte y la vida espiritual católica, quizás sorprendentemente, tienen algunos aspectos significativos en común. Los santos, desde el Apóstol Pablo hasta el Papa San Juan Pablo II, nos han enseñado que el enfoque, la persistencia y la determinación son tan necesarios para el testimonio cristiano fiel como para el atleta exitoso. Al mismo tiempo, la participación en los deportes puede nutrir importantes valores humanos.

Casi dos milenios después de San Pablo, en una Misa en el Estadio Olímpico de Roma celebrando el Jubileo de los Deportistas el 29 de octubre de 2000, el Papa San Juan Pablo II usó una analogía deportiva similar. “Todo cristiano está llamado a convertirse en un buen atleta de Cristo, es decir, en un testigo fiel y valiente del Evangelio”, dijo. “Pero para lograrlo, es necesario que persevere en la oración, se entrene en la virtud y siga en todo al divino Maestro”.

La perseverancia es necesaria para el éxito en cualquier cosa en la vida, señaló el Papa San Juan Pablo II. “Quien practica el deporte lo sabe muy bien: sólo a costa de duros entrenamientos se obtienen resultados significativos. Esta es la lógica del deporte, especialmente del deporte olímpico; y es también la lógica de la vida: sin sacrificio no se obtienen resultados importantes, y tampoco auténticas satisfacciones”.

San Juan Pablo era, él mismo, un ávido atleta que caminaba y esquiaba incluso después de convertirse en Papa. En su discurso de año 2000, agradeció a Dios por el don del deporte “con el que el hombre ejercita su cuerpo, su inteligencia y su voluntad, reconociendo que estas capacidades son dones de su Creador”. Y señaló que la práctica del deporte “puede favorecer en los jóvenes la afirmación de valores importantes como la lealtad, la perseverancia, la amistad, la comunión y la solidaridad”, además de un sano sentido de la competencia. Sobre todo, el deporte enseña que el logro de una meta, particularmente una meta ambiciosa, es el resultado de abrazar todo lo que conduce a la consecución de esa meta y rechazar las cosas que no.

Como católicos, estamos llamados a ser santos. Este es nuestro objetivo final. No es la meta de unos pocos excepcionales o de aquellos que viven una vocación particular. La llamada universal a la santidad está en el corazón mismo de uno de los documentos centrales del Concilio Vaticano II, Lumen Gentium. “Por ello, en la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: ‘Porgue ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación’” (LG 39). Así como un atleta de élite orienta toda su vida mental y física – entrenamiento, nutrición, psicología competitiva, desarrollo de habilidades – al fin de la excelencia atlética y la victoria, debemos esforzarnos por orientar todos nuestros pensamientos, palabras y acciones hacia nuestro objetivo final: la santidad. Todo lo que hacemos, cada elección que hacemos nos acerca o nos aleja de esa meta.

A diferencia de las competencias atléticas, la competencia dentro de nosotros mismos entre la fe y la duda, la virtud y el vicio, la luz y la oscuridad, es algo que debemos ganar. Afortunadamente, no estamos solos en esta contienda. La Iglesia Católica, presencia sacramental de Cristo en la tierra, imbuida del Espíritu Santo, nos ofrece todo lo que necesitamos para orientar nuestra vida a Cristo. Entre ellos se encuentran la oración, la lectura espiritual, la Sagrada Escritura y la Tradición, los santos, el santo sacrificio de la Misa, los sacramentos y la adoración de nuestro Señor en la Eucaristía. Estos son regalos que no debemos ignorar.

Cuando nuestro tiempo en esta tierra llegue a su fin, hagamos eco de las palabras de San Pablo: “He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe” (2 Timoteo 4:7).

 

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